lunes, 29 de junio de 2015

EL HUEVO DE ORO.


Un pasaje de un texto sagrado:

Esto dice el Señor: Había una vez una gansa que ponía cada día un huevo de oro. La mujer del propietario de la gansa se deleitaba en las riquezas que aquellos huevos le procuraban. Pero era una mujer avariciosa y no podía soportar esperar pacientemente día tras día para conseguir el huevo. De modo que decidió matar a la gansa y hacerse con todos los huevos de una vez. Y así lo hizo: mató a la gansa y lo único que consiguió fue un huevo a medio formar y una gansa muerta que ya no podría poner más huevos.

¡Hasta aquí la palabra de Dios!

Un ateo oyó este relato y se burló: "¿Esto es lo que llamáis palabra de Dios? ¿Una gansa que pone huevos de oro? Eso, lo único que demuestra es el crédito que podéis dar a eso que llamáis Dios...".

Cuando leyó el texto un sujeto versado en asuntos religiosos, reaccionó de la siguiente manera: "El Señor nos dice claramente que hubo una gansa que ponía huevos de oro. Y si el Señor lo dice, tiene que ser cierto, por muy absurdo que pueda parecer a nuestras pobres mentes humanas. De hecho, los estudios arqueológicos nos proporcionan algunos vagos indicios de que, en algún momento de la historia antigua, existió realmente una misteriosa gansa que ponía huevos de oro. Ahora bien, preguntaréis, y con razón, cómo puede un huevo, sin dejar de ser huevo, ser al mismo tiempo de oro. Naturalmente que no hay respuesta para ello. Diversas escuelas de pensamiento religioso intentan explicarlo de distintos modos. Pero lo quie se requiere, en último término, es un acto de fe en este misterio que desconcierta a la mente humana". 

Hubo incluso un predicador que, después de leer el texto, anduvo viajando por pueblos y ciudades, urgiendo celosamente a la gente a aceptar el hecho de que Dios había creado huevos de oro en un determinado momento de la historia.

Pero ¿no habría empleado mejor su tiempo si se hubiera dedicado a enseñar las funestas consecuencias de la avaricia, en lugar de fomentar la creencia en los huevos de oro? Porque ¿no es acaso infinitamente menos importante decir "¡Señor, Señor!", que hacer la voluntad de nuestro Padre de los cielos?

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